La salud mental en adolescentes venezolanos: un desafío silencioso que exige atención urgente

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Durante los últimos años, Venezuela ha vivido una transformación profunda en múltiples niveles: político, económico, social y humanitario. Sin embargo, uno de los efectos más silenciosos y menos abordados en los medios es el creciente deterioro de la salud mental en la población adolescente. A pesar de que las enfermedades mentales no suelen causar titulares como las crisis de gasolina o los apagones, están afectando gravemente a una generación que crece en un entorno de incertidumbre, estrés crónico y limitadas oportunidades.

El adolescente venezolano actual está expuesto a múltiples factores de riesgo que alteran su bienestar emocional. Muchos viven en hogares fragmentados por la migración de padres o hermanos, asisten a escuelas donde escasean recursos y docentes, y enfrentan realidades de violencia urbana, desnutrición o pobreza extrema. A esto se suma una cultura donde todavía predomina el estigma frente a las enfermedades mentales, lo cual impide que jóvenes con síntomas de ansiedad, depresión o trastornos de conducta busquen o reciban ayuda adecuada.

Diversos estudios realizados por organizaciones como Cecodap, Prepara Familia o la Red de Madres, Padres y Representantes han alertado sobre un incremento en los casos de autolesiones, ideación suicida y trastornos alimenticios entre adolescentes, especialmente en sectores populares. Según datos recopilados entre 2020 y 2023, aproximadamente 1 de cada 4 adolescentes venezolanos reporta haber experimentado episodios prolongados de tristeza o desesperanza, y más del 60% manifiesta sentirse estresado o nervioso la mayor parte del tiempo. Estos indicadores son alarmantes, sobre todo en un país donde los servicios públicos de atención psicológica han sido reducidos al mínimo.

Uno de los principales problemas radica en la falta de acceso a atención especializada. En muchos estados del país no existen servicios de salud mental con personal capacitado para atender adolescentes, y en aquellos donde sí hay, las citas pueden tardar semanas o meses, lo cual retrasa el diagnóstico temprano y la intervención oportuna. Además, en muchos centros hospitalarios los psicólogos o psiquiatras infantiles no cuentan con recursos materiales ni protocolos actualizados para atender las nuevas realidades que enfrentan los jóvenes, incluyendo el uso problemático de redes sociales, el acoso escolar digital o la exposición constante a contenidos violentos.

Las redes sociales, si bien han sido una vía de escape y socialización para muchos jóvenes, también se han convertido en espacios de comparación, presión estética, ansiedad y aislamiento. Aplicaciones como TikTok, Instagram o WhatsApp, utilizadas masivamente por adolescentes venezolanos, pueden generar adicción, afectar el sueño, alterar la autoimagen corporal o incluso incentivar conductas de riesgo. En un entorno donde faltan adultos que orienten el uso crítico de estas plataformas, los adolescentes quedan expuestos a dinámicas dañinas que afectan su autoestima y estabilidad emocional.

Por otro lado, los docentes y orientadores escolares, que podrían ser una primera línea de detección y apoyo, también enfrentan limitaciones. Muchos carecen de formación en salud mental, están sobrecargados de trabajo y en algunos casos se sienten emocionalmente agotados. A pesar de ello, existen experiencias valiosas en algunas instituciones educativas que han implementado talleres de habilidades socioemocionales, grupos de apoyo y proyectos de intervención psicoeducativa. Estos esfuerzos, aunque pequeños y dispersos, han demostrado ser eficaces para mejorar el clima escolar y prevenir situaciones críticas.

Uno de los retos más importantes en este tema es romper el silencio y el estigma. Muchos adolescentes sienten vergüenza o miedo de hablar sobre lo que sienten. Frases como “eso es debilidad”, “eso se te pasa con trabajo” o “eso no es nada” refuerzan el ocultamiento del malestar y agravan el sufrimiento. Es fundamental promover una cultura del cuidado emocional donde los jóvenes se sientan escuchados, validados y acompañados sin juicio.

En este sentido, algunas ONGs han comenzado a desarrollar programas de salud mental con enfoque comunitario, adaptados a las condiciones del país. Por ejemplo, Cecodap impulsa espacios de escucha, atención gratuita a niños y adolescentes, y campañas de concientización. De igual modo, organizaciones como Psicólogos Sin Fronteras Venezuela han creado líneas telefónicas de apoyo y grupos virtuales de contención emocional para adolescentes y padres. Estas iniciativas son un paso importante, pero todavía están lejos de cubrir la demanda nacional.

Además, la pandemia de COVID-19 dejó secuelas que aún no terminan de dimensionarse. El cierre prolongado de escuelas, la pérdida de vínculos sociales, el duelo por familiares fallecidos y el aumento de la pobreza agravaron las condiciones psicológicas de los adolescentes. Muchos todavía arrastran síntomas de ansiedad, insomnio o apatía, y no han podido reinsertarse plenamente en la vida escolar o comunitaria. La reapertura de espacios seguros de encuentro y acompañamiento es clave para la recuperación de su salud emocional.

Frente a este panorama, las políticas públicas en salud mental siguen siendo insuficientes. Aunque existen planes como el Programa Nacional de Salud Mental y la Ley Orgánica para la Protección de Niños, Niñas y Adolescentes (LOPNNA), su aplicación efectiva es desigual y muchas veces burocrática. Se requiere una política intersectorial que involucre educación, salud, familia y sociedad civil, que forme a profesionales en salud mental infantil, que invierta en prevención y que escuche la voz de los propios adolescentes.

La salud mental no puede seguir siendo un tema secundario. Afecta el rendimiento escolar, la convivencia familiar, la participación comunitaria y las posibilidades de desarrollo a largo plazo. Ignorarla equivale a hipotecar el futuro de toda una generación.

En conclusión, la salud mental de los adolescentes venezolanos es un asunto urgente que requiere visibilidad, recursos y voluntad política. Cada joven que sufre en silencio, que deja de estudiar, que se encierra en sí mismo o que piensa en hacerse daño, representa una llamada de atención al país. La solución no vendrá de recetas importadas ni de soluciones milagrosas, sino del compromiso de todos: escuelas que cuidan, familias que escuchan, comunidades que protegen y un Estado que prioriza la vida y el bienestar.

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